Mientras preparo mi próximo artículo sobre la literatura en las épocas decadentes de la sociedad occidental quiero mostrar estos capítulos de mi cuarta novela.

Después de la trilogía del detective Lucas Séguin he pasado de la novela negra a la novela realista. 

En los primeros años setenta acompañé a un amigo a un echador de cartas. Yo esperaba fuera porque me aterrorizaba todo lo que fuera esotérico y, cuando sale mi amigo, el mago, que lo seguía, comenzó a hacer aspavientos como si estuviera fuera de sí. Yo, muy asustado, le preguntaba qué le pasaba y él, a toda voz decía: tu bisabuela está sobre tu cabeza y sin que acabara de soltar su retahíla de rezos y admoniciones salí del local espantado. Ese recuerdo me motivó a escribir esta historia. Gran parte es ficción, pero iré a visitar la ciudad de Telde, donde nací, e intentaré averiguar la historia de mi bisabuela.       

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LA BRUJA MÁS BELLA

I

En una carretera perdida de la periferia de Madrid un coche acaba de estrellarse contra un árbol y se escuchan los lamentos terribles de un joven atrapado en su interior. El coche ha quedado en posición casi vertical. No pasa nadie y en la oscuridad de la fría noche de otoño la soledad de aquel joven debe de doblar el dolor de sus heridas. Está aprisionado entre los hierros retorcidos. Un camión se acerca con las luces largas dadas y, al contraluz, el coche humeante empotrado en el árbol parece un gigantesco animal herido que agoniza abrazado al tronco. Un jabalí moribundo jadea con dificultad tumbado en medio de la carretera; este animal pudo haber provocado el accidente. El jabalí malherido, el coche humeante, el dolor espantoso del joven, ése es el panorama con el que se encuentra el conductor del camión cuando baja de la cabina. El camionero llama a emergencias y luego intenta ayudar al joven. Sólo puede tranquilizarlo e intentar mejorar la posición en la que ha quedado, pero a cada movimiento que intenta los gritos del joven son estremecedores. En un momento de calma el conductor del camión levanta la vista y puede ver a lo lejos, entre los árboles, unos fulgores rojizos que se mueven en grupo. Son los ojos brillantes de una manada de jabalíes. Piensa que la manada de jabalíes viene a recuperar al miembro herido en medio de la carretera y se inquieta. Él no tiene conocimiento si en aquellas circunstancias los jabalíes puede atacar a los humanos para salvar a uno de los suyos y, para evitar que el joven perciba sus temores, comienza a contarle que de pequeño estuvo muy enfermo y que su madre lo animaba recitándole proverbios de diferentes culturas y los repetía hasta memorizarlos y eso le ayudó a superar la enfermedad más que los medicamentos. Te puedo recitar algunos de aquellos proverbios, que nunca he olvidado, es lo único que se me ocurre para animarte hasta que lleguen los servicios de emergencia. Mi madre me los susurraba al oído y yo me sentía muy bien aunque no los entendía, si te aburro hazme una señal y pararé: El buen juicio es fuente de vida para el que lo posee. –recita pausadamente y entre cada proverbio hace una parada larga para que el joven pueda asimilarlo–. El corazón del sabio da sensatez a su boca y hace más persuasivas sus palabras –este proverbio lo repite varias veces–. Las palabras amables son un panal de miel, dulce al paladar y saludable para el cuerpo. –Por un momento el joven cierra los ojos y respira mejor–. Los que se aferran a la vida mueren, los que desafían a la muerte viven. Y así continuó hasta que entre espasmos de dolor el joven le cuenta cómo ha sido su vida y lo solo que lo han hecho sentir sus padres; no le han querido, llega a decir, pero le ruega, que si no saliera vivo de aquel trance, su familia no debe enterarse de lo que acaba de contarle, quiere que les hable de mensajes reconfortantes: de cuánto los ha amado y que no sufran por él. Se escuchan unos aullidos y el camionero intenta tranquilizar al joven. 

–Los lobos le temen a las luces de los coches, no te preocupes –el camionero no sabe mentir y carraspea al acabar la frase.  

II

A primera hora de la mañana comienza la jornada en el diario Las horas. Preci Lareta, que es periodista de investigación, se reúne con el equipo de redacción de su periódico para analizar, antes de publicarlo, su último artículo sobre el comercio sexual de menores. Es la norma del diario, pero ella nunca se ha sentido cómoda porque sabe que sus artículos son polémicos y teme las indirectas de los colegas del equipo porque la consideran petulante y narcisista.    

Expone su artículo orgullosa de haber hecho un buen trabajo después de meses de investigación, entrevistándose con diferentes fuentes y consultando informes policiales sobre el comercio y explotación sexual de menores. El artículo comienza indagando en el Senegal de mediados de los noventa, la época en la que se intensifican las transacciones de trata y tráfico de menores con España, y acaba con el mercado actual del sexo donde la mayoría de las víctimas proceden de los países del este. Entrevista a Armand Sirlom que era un empresario senegalés que comerciaba con productos agrícolas y metales y que aprovechó un momento de prosperidad en la España de aquellos años noventa para montar además su negocio de tráfico de mujeres y niñas para clientes específicos, a los que  enumera con nombre y apellidos, muchos de los cuales están todavía en sus puestos de privilegio. En el artículo también cuenta la historia de una mujer senegalesa abusada de niña y muestra informes sobre otros capos actuales de la trata.

–Esos nombres de clientes específicos de los que hablas no pueden hacerse públicos sin una denuncia en toda regla porque las querellas nos lloverían –el director de redacción inquiere a Preci con vehemencia. 

–El empresario Sirlom estaría dispuesto a colaborar con su testimonio, aportando datos de los implicados que sólo puede saber él y el susodicho, pero siempre que su nombre no aparezca; ahora es un hombre decente y tiene negocios legales en nuestro país 

–En este caso, al tratarse de una lista de gente muy poderosa, los jueces exigirán su nombre y pruebas irrefutables –dice el director de redacción intentando cerrar el tema. 

El móvil de Preci, que está sobre la mesa, vibra y cuando va a activarlo se le escapa de las manos y cae al suelo. Se agacha para recogerlo y al levantarse se golpea la cabeza en el borde de la mesa y sufre un pequeño vahído. Con la vista medio extraviada ve cómo sus compañeros la atraviesan con miradas lastimosas y torcidas a la vez. Mete el móvil en el bolso sin mirar quién la ha llamado. 

–O sea que no tienes nada explosivo como prometías; eso de  hablar de trata y abusos a menores sin nombres ni testigos no tiene tirón  –remarca otro compañero de la mesa mostrando una insensibilidad total.

–Entonces sólo me queda la entrevista con esa mujer senegalesa que fue una de las niñas explotadas en los noventa y… –inspira con fuerza para intentar superar el ambiente hostil– puedo añadir al artículo unas reflexiones que me ha provocado este trabajo. Ante los abusos a menores cometidos por ricos y poderosos de este país no puedo mostrarme indiferente después de conocerlos. No hablaré de ellos, pero insisto, puedo hacer unas reflexiones de por qué  creo yo que han llegado tan lejos.

–Un artículo sobre reflexiones escrito por una periodista dolida no es lo que necesitamos en este momento en el que la prensa tiene que ser explosiva e inmediata –el director de redacción no sabe cómo parar la determinación de Preci.

–Al menos podría probar planteando algunas hipótesis sobre la explotación sexual por parte de las élites de este país, sin dar nombres, para despertar la conciencia de los lectores y se hagan preguntas sobre cómo acabar con esta lacra. Que se sepa cuánto daño hacen a esas niñas. Ante este drama, del que tengo muchos datos, algo hay que hacer. 

El director de la redacción da un manotazo sobre la mesa y sentencia. 

–Hemos convertido una jornada de trabajo en una tertulia de sobremesa –se dirige a Preci con agresividad–. Puede parecer que tus conclusiones en lugar de basarse en informaciones contrastadas están basadas en verdades reveladas, eso no es periodismo. Va a haber un congreso de nuevas tecnologías de la comunicación y ése sería un buen trabajo del que podrías hacerte responsable.  

Preci Lareta se pone de pie con decisión, observa a sus compañeros y siente que la han condenado, como a Sísifo, a desmontar lo andado para volver a empezar; la mandan a cubrir un evento como una principiante, un camino a ninguna parte, y piensa: ‘el periodismo es un producto poco fiable, ya no cambia nada, no es decisivo para comprender la realidad; hay tantas fuentes hoy en día que nos superan’.  

Preci siente de nuevo la vibración del móvil en su bolso y lo coge. Le hablan y ella no responde a nada de lo que le están contando. Debe de ser tan triste el mensaje que se va quedando descompuesta y pálida. Su mirada cárdena de dolor hace que vea a sus compañeros como un tribunal de la inquisición, con sus talares púrpura, que acaba de sentenciarla a la hoguera.       

   

III

A Preci le comunican que su único hijo, de veintitrés años, ha sufrido un accidente de circulación en una carretera de la periferia. Se ha estrellado contra un árbol. Se queda consternada y se dirige al hospital esperando lo peor. Está en la sala de espera moviéndose sin control de un lado a otro. Los médicos le informan que la vida de su hijo no corre peligro y que pronto tendrán el diagnóstico definitivo; pero ella insiste en saber más y, cuando acaban comunicándole que su hijo se ha roto la columna, rompe a llorar con un dolor que parte el alma. No la pueden consolar y el señor que socorrió a su hijo en la carretera, que espera también el diagnóstico, se acerca a ella y le pide si le puede contar cómo fue el rescate. Ella se calma y acepta. 

–Su hijo tiene una fuerza interior tan grande que, al verme angustiado y temblando cuando intentaba liberarlo de entre aquel amasijo de hierros, me iba indicando, con toda la calma del mundo, qué debía hacer para no agravar su estado. También me pedía que si no salía vivo le dijera que usted y su marido lo habían hecho muy feliz y que lo recordaran como un estímulo para que sigáis viviendo tan feliz como lo fue él –al camionero le ha costado reescribir la historia del hijo de Preci. 

Preci le da las gracias y juntos lloran hasta ponerse melancólicos.

–Mi hijo Félix lo tendrá siempre presente a usted, buen hombre, y verá cómo le va a mostrar su agradecimiento; él ha heredado las mejores cualidades de la familia. 

–No espero nada, sólo he cumplido con mi deber. En mi trabajo como camionero siempre tenemos la conciencia de que somos custodios de la carretera, no dejamos de mirar a todos lados por si alguien nos necesita.

–Cuando pienso en un camionero me lo imagino en su cabina repleta de recuerdos familiares y fotos de ídolos del deporte y otras imágenes, viviendo en la soledad más absoluta.  

–La nostalgia nos entristece, pero las ganas de volver nos da fuerzas para soportarlo. Mi mujer y mis hijos me llaman héroe cuando vuelvo a casa después de una ruta de tres o cuatro mil kilómetros. Eso no tiene precio. 

El padre de Félix llega sofocado a la sala de espera del hospital y su mujer lo abraza con ternura para tranquilizarlo. Se sientan y Preci sufre una bajada de temperatura como si la sala se hubiese  enfriado de repente. Un presentimiento funesto la invade, cree estar viviendo el principio del fin de su familia; quiere espantar aquella sensación y se mesa las cejas con energía. Comienza a temblar y, Octavio, su marido la estruja cariñosamente contra su pecho. Octavio Satelo trabaja como ejecutivo de una empresa de logística. Saber que su hijo va a quedar posiblemente paralítico le atormenta; no puede imaginarse cuánto va a sufrir su niño. Para él es su niño. Se pone de pie para descargar la tensión y se queda sin fuerzas, comienza a ver destellos allá a donde mire y pierde la visión, piensa que va a sufrir un desvanecimiento. Preci le ayuda a sentarse y consigue que vuelva a la normalidad después de masajearle la nuca. 

–Nunca me había pasado esto –dice él, agradecido con su mujer. 

–Félix es muy fuerte y lo superará –dice ella sin convicción–. Yo también he sufrido un shock y me estoy preparando para mantenerme lo más entera posible cuando entre en su habitación.  

–Tú eres muy fuerte –Octavio quiere sentirla. 

– ¿Tú crees que el dolor que vamos a sufrir por nuestro hijo nos volverá a unir? –ella lo dice como aceptando que es un imposible. 

Octavio se queda en silencio y saca su móvil.  Repasa la galería de fotos de la familia y destaca una en la que se ve a Preci, a él y a Félix cuando cumplió tres años. La galería de fotos es para él el vórtice de la tormenta de dolores que sufrirá con cada recuerdo. Pasa la mano por la pantalla y la foto de la familia se amplía hasta verse sólo la carita de su hijo. Intenta llorar pero no le brotan las lágrimas.

    

IV

Lena, la madre de Preci, ha sufrido un infarto al enterarse del grave accidente de su nieto Félix. Lena tiene setenta y cinco años. Vive sola y lleva su casa. Es una lectora incansable y toma notas de cada obra que lee para recordar qué ha aprendido. Llama a sus amigas cada día para contarles el resumen de la historia que está leyendo. A veces crea versiones libres basándose en el mensaje de cada obra y sus amigas se lo pasan muy bien. También se ofrece para ayudarles en lo que necesiten. Todo lo que hace en la vida se lo toma como un deber; ella dice que no quiere hacer lo que le da la gana sino lo que toca, lo llama el oficio de vivir, y se lo repite a su hija Preci siempre que ésta le pide que descanse y disfrute de la vida que está muy mayor. No pretende ir de sabia, pero a veces lo parece dando lecciones a todo el mundo. Preci dice que tiene un talento natural para la literatura que no pudo desarrollar porque no tenía estudios. Ahora bien, aprovechó las largas noches de soledad después de la muerte de su marido y las dedicó a leer. Parece feliz porque quizás ha vivido las mil vidas de los personajes de sus lecturas. Lo único que no ha superado es el temor de dios; cuando habla de su diosito se vuelve vulgar, según su hija Preci. En esas noches de soledad nigérrima necesitaba rezar para superar los momentos de angustia y dolor que debió de sufrir. Siempre fue así, se necesita un mantra para desconectar la mente de las obsesiones y encontrar la paz. Unos lo llaman estado de contemplación, otros meditación, otros enajenación, otros enterrarse en vida.

  

Una enfermera sube las persianas de la habitación del hospital y los primeros rayos de sol van a dar a los pies de la cama de Lena que se despierta deslumbrada. La enfermera la saluda, la incorpora y se sorprende al ver su cara relajada con la mirada radiante y una sonrisa contagiosa a pesar de su estado. A sus setenta y cinco años sufrir un infarto es letal. Lena le cuenta que ha vuelto de la muerte y que allá de donde viene todo es paz y felicidad. Es tan convincente su relato que la enfermera se ha quedado obnubilada, como si escuchara  a alguien que ha vivido una experiencia mística.  

Preci Lareta, la hija de Lena, va al hospital, donde está ingresada su madre, con el corazón en un puño porque al dolor por el accidente de su hijo Félix se suma los malos augurios que le comunicaron sobre el estado de su madre. Con setenta y cinco años nada se podía hacer por ella, le dijeron, y la habían dado por desahuciada. Sólo esperar lo peor. Cuando Preci entra en la habitación se contiene para no llorar, pero no puede evitarlo y su madre la consuela con una fuerza que no entiende. No hablan de Félix, sino que Lena comienza a contarle su experiencia de la vuelta del más allá.

Preci le coge las dos manos después de escucharla y le habla como a una niña indefensa. 

–Ese túnel, esa luz al final del túnel, esa paz que te hace perdonarlo todo –replica Preci con respeto, pero escéptica–, ¿tú crees que una persona de otra cultura, por ejemplo, un japonés, que haya vivido la misma experiencia de volver de la muerte, también vería y sentiría lo mismo? Seguro que no, madre; lo que tú llamas el más allá es el cielo maravilloso que los curas van forjando desde la infancia en la imaginación de los fieles invocando una y otra vez que los Evangelios y la Biblia son la palabra de dios. 

Lena se queda desencantada y le reprocha a su hija que no se puede ir por la vida sin creer en nada. Se recupera y continúa con arresto su relato del más allá. 

–En ese viaje también he visto a mi bisabuela y ella no aparece en los Evangelios. Me contaba que ese camafeo con el perfil de una mujer muy bella, que siempre andaba por casa y que yo no sabía de dónde había salido, era suyo y me pedía que lo llevara a su tumba para descansar en paz.

Preci se sienta al costado de su madre y la abraza con lástima. Piensa que delira y no quiere contrariarla. Querría decirle: las tumbas de esa época habrán desaparecido, madre.

– ¿Y podías verla? –le puede la compasión.

–Sí, y eso que no tengo fotos de ella ni nada. 

– ¿Cómo era? 

–Llevaba el pelo suelto, blanco y ondulado, y era muy guapa a pesar de sus muchos años. 

– ¿Te hablaba? 

–Sí, me pedía que contara su historia, que había sufrido mucho porque a las brujas se las acusaba de crímenes y males que provocaban otras personas.  

– ¿La bisabuela era bruja? 

–Sí, le tenían mucho respeto en su mundo brujeril. Tú podrías escribir su historia para eso eres periodista. 

– ¿De qué servirá que yo cuente su historia? Será muy difícil que existan recuerdos de ella; de dónde voy a sacar los datos. 

–Me muero, hija, ayúdame a morir en paz. Prométeme que colocarás el camafeo en la tumba de tu tatarabuela y que escribirás su historia. 

–Te lo prometo, pero ya sabes lo que estoy pasando. No puedo dejar solo a Félix porque me… –está a punto de decir que la va a necesitar toda su vida.

– ¿Cómo está el niño? Casi me quita la vida del susto. Rezaré por él.

–El niño tiene veintitrés años, mamá. Está saliendo, no te preocupes.

Preci piensa  que su madre, con rezar a su dios, ya siente que hace algo por Félix y, sin embargo, ella, sólo sufre y no puede apelar a ninguna fuerza que le ayude a sentir que hace algo por su hijo. 

–Sí, es muy fuerte y muy buena persona, es una criatura de dios y merece vivir –Lena, por supuesto, no está al tanto de la gravedad del accidente que ha sufrido su nieto.

Preci llora y se contiene inmediatamente, no quiere entristecer  a su madre.

Preci, la única hija de Lena, recuerda cómo su madre le ayudó a conseguir que estudiara periodismo a pesar de que sólo vivían de la pobre pensión que le quedó por la  muerte de su padre. Su padre había muerto por un disparo de la policía en una huelga de los trabajadores del metal, hace cuarenta y tantos años, cuando ella era una niña de seis. Nunca ha olvidado el día del duelo por la muerte de su padre. Todos lloraban y ella no conseguía hacerlo. Ya de mayor, cuando le sorprendía ese recuerdo, llegaba a pensar que no había querido a su padre. Después reflexionaba sobre la muerte y conseguía respuestas que le aliviaban: ‘la muerte es tan abstracta para una niña de seis años como decirle que dios existe, no lo puede comprender. Para una niña la muerte es un rito más, como ponerle una vela a la virgen en la capilla portátil que pasaba cada mes por la casa de la abuela’. Su madre no volvió a casarse y hasta que no llegó a la juventud y comenzó a intimar con chicos no dejaba de preguntarse cómo debían de ser los hombres. Lo que contaban las amigas de sus padres y hermanos le aterraba. Los veían como monstruos. Sus conocimientos sobre los hombres los sacaba de las películas y las lecturas. Su madre era buena lectora y tenía muchos libros y, el primer modelo, de lo que podría ser un hombre ideal para ella, fue Atticus Finch, protagonista de la obra Matar a un ruiseñor, de Harper Lee. La quimera del hombre ideal la marcó durante mucho tiempo, se reprochará ella alguna vez. Pero su mente buscadora de la objetividad, que alcanzó con su profesión de periodista, la llevó a aceptar la dura realidad: no hay hombre ideal, y, a pesar del desencanto, acabó aceptando la relación con su marido como una transacción de intereses.

V

Preci puede visitar a su hijo por primera vez después del accidente. Al entrar en la habitación del hospital y verlo entubado e inmóvil se queda paralizada, no sabe qué hacer. El doctor le pide que se acerque y, temblosa, se deja llevar por el instinto y le da besos por toda la cara a su hijo. Sus labios perciben el frío de aquella vida casi inerte y sufre con cada beso. Preci queda impactada y le vuelve la imagen de su padre muerto: el féretro expuesto en el salón de la casa y Lena, su madre, que lo llora y lo besa por toda la cara. Recuerda cómo su madre la levantó en brazos, sólo tenía seis años, y la acercó a la frente de su padre para que lo besara. ‘Ese beso me dejó en la memoria el sabor de la muerte’, se repite mientras mira a su hijo derrotado. Félix se mantiene en silencio y ella piensa si además de la movilidad también ha perdido el habla. El doctor les dice que los dejará solos unos minutos para que puedan hablar. Félix parpadea y resopla insistentemente y ella se acerca creyendo que le pide algo por señas, cuando está muy cerca él reacciona con una energía inesperada y le espeta con toda la rabia: 

–No te esfuerces haciéndote la valiente, puedes llorar todo lo que quieras –Félix sorprende a su madre y ella da un paso atrás  asustada-­; sé el alcance de mi lesión y le pediré a quien venga a visitarme que llore delante de mí hasta que no pueda más. No soporto la compasión. 

–Hijo, estos días he llorado lo que no te imaginas, porque te quiero –llora sin perder la entereza–. Tu dolor es mi dolor, eso no es compasión, es amor. Quiero estar a tu lado para darte fuerzas. 

–Las voy a necesitar para cumplir una misión trascendente que no se me quita de la cabeza. 

–No me hables así, me asustas, sólo piensa en ponerte bien. Tu padre vendrá en unos minutos y… 

–Y como os queréis tanto me sentiré animado cuando os vea juntitos a los dos, ¿verdad? –cínico. 

–La abuela reza por ti para que te pongas bien; tú sabes que ella es muy religiosa y le ha pedido a su dios que vuelvas a ser el de antes. Anímate aunque sea por ella.

–Ella no sabe lo que me ha pasado, ¿no? 

–Está muy delicada y sabe lo justo. 

–Ya, no sabe nada. La abuela podría rezar para que su diosito me lleve con él. La abuela es la que debería estar aquí acompañándome. Ella me entendía y siempre estaba ahí para mí. Cuando tenía algún problema que me afectaba mucho se lo contaba y ella me cogía las manos, hacía que cerrara los ojos, farfullaba cosas y se me pasaba todo. Sólo me jodía que me contaba sus historias de vieja y lo había pasado tan mal que me hacía llorar, y eso me cabreaba porque me sentía tonto. 

Preci se queda en silencio y en su rostro queda esgrafiado el perfil de su familia hecha pedazos.

VI

–La familia, la familia… –Octavio lo repite hasta que se le apaga la voz.   

Preci está sentada en la butaca del salón de su piso y mira, con una cara inexpresiva, a Octavio, su marido, que lo tiene enfrente, sentado en el sofá, con un aspecto horrible, como si estuviera enajenado; todo indica que ha recibido una respuesta dolorosa por parte de ella a la situación en la que se encuentra la familia. 

Si a esto añadimos que el salón está en penumbra, y que la luz cambiante que proviene de la pantalla del televisor deforma sus rostros hasta parecer retratos de Francis Bacon, hace que todo ello cree un ambiente irrespirable. Después de la visita de ambos al hospital constataron que no se habían preocupado lo suficiente por conocer a su hijo Félix y ahora se les ha vuelto un perfecto desconocido. Con toda esa culpa y la distancia que no para de crecer entre ellos desde hace bastante tiempo, parece que fueran dos procesados que esperan su condena en el banquillo de los acusados. En la mesa de centro cada uno tiene su copa de whisky y, en un impás de silencios activos, ambos cogen las copas al mismo tiempo. Se toman un sorbo y se miran un instante a través del vidrio. Él musita para sí el relato de cómo ha perdido todo aquello que le motivaba en su lucha para triunfar en la vida y en su profesión: primero quería demostrarle a sus padres, que no creían en él, de lo que era capaz y los ha olvidado; después pretendía ganarse el amor de Preci y ha acabado en indiferencia; y por último iba a ser un modelo para a su hijo, y qué modelo ha acabado siendo. 

–Ya he oído antes ese discurso llorón. Tienes tan mala conciencia que no puedes aplacarla por mucho que te culpes. 

–Y lo seguiré repitiendo hasta llegar a entender cuándo mi ambición comenzó a poder más que mi deber con la gente que me importa.

–Cuenta qué es lo que haces cuando intentas cerrar un negocio  en tu empresa y sabrás cuando empezó todo.  

– ¿Quieres que me siga culpando? Lo haré: cuando hago negocios sólo me importan las debilidades de mi interlocutor, y se supone que él hace lo mismo conmigo, y entonces aquello se convierte en una lucha de a ver quién es más despiadado. Ahora veo que las victorias en los negocios son victorias que deshumanizan. 

Él, muy cansado, se cubre la cara con las dos manos. Ella está tentada de acercarse a él y acariciarlo, pero se contiene, coge su copa y la acaba de un trago.   

–No me llores –Preci lo dice en un tono compasivo–, en una convivencia fracasada siempre hay culpas compartidas. Sé que toda mi vida he pensado que el amor es un rito que nace cuando uno desea sexo con alguien que le gusta; luego el sexo se vuelve intrascendente y el amor pasa a ser frustración, como decía Shopenhauer. Ésa sería mi culpa, pero a cambio creo en el proyecto de una pareja de formar una familia y convivir en paz, y eso lo he cumplido. Si hay sexo, cariño y respeto, qué más se puede pedir a una pareja que forma una familia. Ahora, eso sí, contigo sólo he compartido un sexo de mierda, un cariño de fin de semana y un respeto de partirte la cara cada vez que abres la boca.  

–Yo sí creía en el amor, pero si no lo he conseguido, con lo que te he querido, es que el amor es un imposible para mí. 

–Por favor, deja de tratarme como un cliente al que quieres camelar para venderle la luna y planifiquemos qué va a ser de esta familia a partir de ahora. Pensemos en nuestro hijo; ahora nos necesita más que nunca.

–No callarás ni aunque me arrodille y me flagele. Preci –con firmeza–, decidas lo que decidas yo voy a asumir mi responsabilidad, si no es demasiado tarde, y lo voy a dar todo por mi hijo Félix. 

– ¿Ves?, te va a costar pensar en mí, has dicho mi hijo y no nuestro hijo.

Octavio Satelo podrá pensar lo que quiera, pero no encontrará ningún argumento apodíctico que convenza a Preci de que va a cambiar. 

Ella no puede contener el llanto   

–Sólo te pido que me odies un poco menos –Octavio se levanta, va a la ventana, mira a la calle desde el noveno piso y está tan deprimido que siente el placer del vértigo.  

Se escucha un estruendo muy fuerte que viene del rellano de la planta. Preci sale a la puerta y no ve a nadie en el pasillo. Se acerca al hueco de la escalera y no se escuchan pasos que bajen o suban. Al volver al piso la puerta se cierra de un golpe. Se queda inmóvil y no llama a la puerta. Ella es enemiga de los gestos mágicos y las supersticiones, en cambio cruza los dedos esperando que Octavio le abra para sentirlo cerca. La puerta se abre y no hay nadie detrás, Octavio sigue al fondo del salón mirando por la ventana en la misma posición que lo había dejado. 

– ¿Tú has abierto la puerta, Octavio? 

–No he escuchado que nadie llamara. 

– ¿No has escuchado un estruendo en el rellano? 

–No.            

Preci se queda conmocionada y lo achaca a la tensión y el estrés que está sufriendo por su hijo y por su madre.

VII

Preci Lareta conduce como un autómata por la autovía del norte camino de la casa de Santiago Quievo, el camionero que ayudó a su hijo Félix a soportar el dolor que sufría cuando quedó inmovilizado entre aquel amasijo de hierros en el que se había convertido su coche después de empotrarse contra un árbol del bosque. Se dieron los teléfonos y han quedado porque ella quiere pedirle a Santiago Quievo que convenza a su hijo Félix de que tiene que seguir viviendo. Preci se esfuerza en creerse que va a visitar al camionero porque si ella llegó a sentir verdadera paz al escucharlo el día que lo conoció en el hospital también podría transmitirle esa paz a su hijo. Es mediodía y el tráfico es muy fluido. Mira al resto de conductores de los carriles contiguos que la adelantan y le parecen seres sin voluntad arrastrados por unas máquinas a no se sabe dónde. Preci se ha rendido y recuerda una frase de Joyce, de su obra Dublineses, que no la consuela, pero le ayuda a aceptar su estado: “Algunos hemos sido desterrados del festín de la vida”. Le gustaría creer en una fuerza superior y pedirle ayuda porque no le queda nada; ni esperanzas. Su madre, su marido, su hijo, su profesión, todo se le está yendo por el desagüe. A dónde va, y qué espera de Santiago Quievo, se pregunta. Por qué tiene que alterar con sus problemas la vida de aquel buen hombre; también le invade el temor de cómo será acogida por su mujer. No sabe por qué, pero lo tiene. Es como si por un momento no hubiera presente. Estas dudas le hacen reducir la velocidad al mínimo. Le tocan el claxon varias veces y está a punto de salirse al arcén. No quiere seguir, se queda en blanco de repente y alguien la saca del marasmo gritándole a toda voz ¡no te pares loca de mierda! Ella espabila, vuelve a la realidad, unas veces trágica y otras veces mágica, como ahora, y se imagina que la autovía es un paso fronterizo y que al otro lado está el país de la probidad donde espera encontrar la ayuda que ella no puede darle a su hijo, y se anima a continuar su camino. 

 Santiago Quievo y su mujer, Eva Blanco esperan a Preci en el porche de la casa. La temperatura es agradable a pesar del otoño y están sentados en sus sillas de jardín. Él observa el tránsito de vehículos que pasa por su calle y ella mira el móvil ansiosa.  

–No encontrarás nada reprobable de esa mujer; es una periodista respetada y poco más –dice él resoplando para que lo deje ya. 

–El entusiasmo con el que tú me hablabas de esa periodista no es poco más. Algo tiene. Se te caía la baba. Sabes que no soy celosa, pero la tragedia que está viviendo esa mujer hace que se agarre al primero que pase para consolarse. 

–No soporto tanta ordinariez. Tenías que estar allí, en la sala de espera del hospital, sin saber si tu hijo va a vivir o no, y ver su cara de dolor, sabrías lo que es la compasión. Es lo único que siento por ella y por su hijo.

Ambos callan y vuelven a lo suyo. La calle y el móvil son un pretexto para aislarse en sus mundos. Al poco, ella, pidiendo permiso, le pide a su marido si puede enseñarle algo que ha encontrado en el móvil sobre Preci Lareta. Él se mantiene hierático y ella le enseña la pantalla casi acercándosela a la cara. Se ve a Preci ante el tribunal acusada de un caso de injurias a un político. También se ve un fragmento del artículo periodístico por el que la acusaron y la imagen del denunciante, un líder de un partido minoritario. Ella lee en voz alta un parágrafo resaltado del artículo: “…los fondos aportados por los afiliados acabaron en las arcas del secretario general del partido.” 

–Por lo visto, según dice aquí, ella confió en un confidente de ese partido y éste la traicionó negándolo todo –ella le señala la imagen de Preci y él no quiere verla-. Mírala, tiene un careto de engreída que no puede con él.

Santiago se deja deslumbrar por el sol que espejea en los parabrisas de los coches que pasan y se muerde la lengua para no hablar.

Un coche circula lentamente y al llegar frente a la casa de Santiago para y baja el cristal de la ventanilla. Santiago reconoce a Preci, se levanta y se acerca para indicarle que puede aparcar en un espacio para coches que hay en su jardín. 

Juntos suben los escalones del porche y la mujer de Santiago se pone de pie y entra en la casa sin saludar. Una mirada cómplice  entre Preci y Santiago y una media sonrisa, les lleva a ser condescendientes con el mal gesto de la mujer del camionero. 

Una vez en la casa la mujer de Octavio se sienta ante el televisor y zapea compulsivamente. Él le acerca a Preci una silla del comedor para que se siente y la invita a tomar lo que le apetezca. Ella pide agua. 

– ¿Cómo se encuentra tu hijo? –Santiago quiere entrar en tema cuanto antes para bajar la presión de su mujer. 

–Cuando uno ama tanto a un hijo, al verlo así –se esfuerza para no llorar-; es que no lo voy a superar. 

–Si lo amas tanto todo te parecerá más trágico de lo que quizás pueda llegar a ser. 

–Sí lo amo, y…

Antes de que pueda acabar la frase, la mujer se gira hacia la mesa y, enérgicamente, lanza un bufido. 

–También nosotros amamos a nuestros hijos.  

–No es eso mujer; Preci no va de madre, necesita apoyo, y yo le prometí que haríamos lo que estuviera en nuestras manos para ayudarle. 

–Se lo prometiste sin contar conmigo. 

–Tu mujer tiene razón, no debí venir. Me ilusioné por aquel momento de paz que compartimos en el hospital y que me reconfortó tanto. También quería agradecerte lo que hiciste por mi hijo. 

–Ya sólo falta que os deis un beso. Tienes delante a la mujer que más ha querido a Santiago y espero que él no lo olvide. Santi, esta mujer no sabe qué es el amor. Cuando se quiere –se dirige a ella– no se comparte el amor como haces tú con tu hijo al venir aquí a buscar no sé qué. Lo que yo siento por Santiago en este momento no son celos de ti, es miedo a que estando junto a ti pierda esa fuerza que hace que lo ame tanto.  

Antes de que acabe aquel epítome de frases de amor cargadas de premoniciones funestas, Preci se levanta y va hacia la puerta de salida sin decir palabra. Santiago la sigue muy dolido. Ella le coge la mano con fuerza y lo atraviesa con una mirada sensual que su mujer no puede ver. Él no reacciona y ella sale a toda prisa de la casa.         

 

VIII

Félix es ingresado en una residencia de rehabilitación de lesionados medulares. Preci va a visitarlo cada día. Ahora dedica todo su tiempo a su hijo y a su madre, todavía convaleciente del infarto que sufrió al enterarse del accidente de su nieto. En el diario donde trabaja le han dado el tiempo que necesite para poner orden en este momento doliente que le ha tocado vivir. Lleva una tablet en la que sigue las noticias, series y películas mientras espera los encuentros diarios con su hijo sentada en uno de los bancos del largo pasillo de la residencia. La hilera de ventanales y las vistas a un bosquecillo le sugiere que el lugar pudo haber sido un convento o un viejo sanatorio. Cuánto le gustaría que Lena, su madre, estuviera allí, en aquel lugar de paz, para encontrarse con su nieto y levantarle el ánimo, y quitarle de la cabeza sus ganas de morir. Lena sigue convaleciente y cada vez que Preci va a visitarla le suelta la matraquilla de lo de su bisabuela bruja. Tienes que encontrar su tumba y devolverle el camafeo; es la frase de turno. Al tener todo el tiempo del mundo Preci comienza a interesarse por la historia de la brujería de la que nunca quiso saber nada. Indaga en páginas de brujería y hechicería y descubre que en Telde, la ciudad de Gran Canaria donde nació su madre, hay un museo de la brujería y la hechicería. Si aceptara buscar la tumba de la bisabuela de su madre por dónde tendría que empezar, si es que existe la tumba.  Eso se repite mientras busca en su tablet autores y reportajes que tratan el tema de las brujas de Telde. Las imágenes y comentarios que va siguiendo le dejan mal cuerpo y la aprensión la domina. Su hijo aparece por el pasillo en una silla de ruedas conducida por una enfermera muy mayor. La sombra de Félix, nimbada por el sol radiante de otoño, avanza por la pared y parece la silueta de un ser que se desplaza subido en una nube. Cuando llega a la altura su madre ella lo abraza. Se sienta y le acoge su mano entre las suyas con ternura. Él no reacciona. Tanta frialdad hace que Preci no sepa qué decir. Sólo se le ocurre hablarle de la promesa que le hizo a la abuela Lena de buscar la tumba de su bisabuela. Félix está muy cansado y no sigue lo que le está contando su madre, pero, de repente, muy alterado mira a Preci a los ojos y le dice que le da mucho miedo su mirada. Preci no sabe qué hacer y se levanta desorientada. Se acerca a uno de los ventanales del largo pasillo y mira el paisaje virgen del monte que tiene enfrente. Le vuelve la pesadilla. Cuando Preci sufre una situación extrema la ansiedad le impide respirar con normalidad. En ese estado delira y se dice en voz alta frases absurdas para espantar la muerte: ‘Que desaparezcan las flores y los pájaros y que todo se vuelva oscuro y maloliente y que me trague la tierra’. Frases como ésta, dichas con la mirada extraviada y repetidas varias veces, hacen pensar a la veterana enfermera que acompaña a Félix, que está sentada un poco más allá leyendo una especie de breviario, si aquel lugar debe de provocar delirios como sufrían los antiguos pacientes; ella sí sabe, por su edad provecta, que el lugar fue un sanatorio de reposo. Félix le pide perdón a su madre al verla en aquel estado demótico y le ruega que se siente con él. Preci no reacciona y tiene tan mal aspecto que la enfermera se acerca a ella y le pide si quiere que la acompañe a la enfermería.

–Señora –baja la voz para que Félix no lo escuche–, he atendido a cientos de jóvenes con problemas de médula espinal y todos quieren morir, pero luego salen de aquí más fuertes que sus familiares.

Preci sacude la cabeza y acepta el consuelo de la enfermera.

Félix repite, compungido, una llamada a su madre. 

–Mamá, perdona, me gustaría olvidar que siempre me he sentido un objeto tuyo, una figura decorativa; buscaba tu mirada y nunca la encontraba; por eso hoy, que me has mirado como nunca lo habías hecho, siento que me vas… 

–Que te voy a mentir, ¿verdad? Perdóname tú; a partir de ahora sólo viviré para ti. 

Félix se siente abrumado, en cambio no acepta entregarse del todo. 

–Sabes que no me gustan los melodramas; por qué no lo dejamos en que vivirás para mí hasta el próximo trabajo periodístico al que dedicarás un poco menos de tu tiempo, con esa media verdad me conformo. 

–Eres grande, hijo, cuánto me he perdido. 

–Me siento bien, pero me gustaría que estuvieras lo más alejada de mí posible, porque lo que yo deseo no se puede compartir con una madre que empieza a quererte. 

Félix llora por primera vez delante de su madre.

Ella también llora desconsolada porque presiente lo que le va a decir. 

–No quiero que sufras, pero voy a exigir mi derecho a morir dignamente. Me gustaría que papá estuviera aquí. 

Este encuentro entre un hijo y una madre distanciados emocionalmente llega a un extremo que provoca un proceso de deconstrucción espontánea de su pasado y vuelven a una nueva realidad, dolorosa, pero auténtica. Quizás puedan empezar de nuevo.

Preci le deja la tablet a su hijo, le da un beso en la frente y se despide. Él la ve alejarse tan desolada que piensa si desea morir porque su vida no tiene sentido o por hacerla sufrir. Intenta recordar momentos felices con su madre y sólo le viene a la cabeza el día que le presentó a su novia Patricia, ella los abrazó y los besó a los dos efusivamente deseándoles que acabaran siendo una buena pareja. Este recuerdo le remueve la memoria y no puede atajar un cúmulo de vivencias agradables junto a su madre que no puede ubicar en el tiempo, como si hubiese comprimido su pasado en un rincón profundo y oscuro de la memoria y le explotase en la cara. Se queda azogado por un instante y sacude la cabeza, cuando se despeja descubre que esos recuerdos son un lenitivo que le ayuda a sentirse un poco menos solo. Su madre va a estar ahí cuando más la necesita, piensa.

 

Félix se sorprende al no recordar cómo llegó a sus manos la tablet de su madre. La abre y aún está vigente la página sobre las brujas de Telde que su madre estaba explorando. Él recuerda que su madre le había hablado del empeño de su abuela Lena de que le llevara un antiguo camafeo familiar a la tumba de su bisabuela. Se interesa por el tema y sigue investigando sobre aquel mundo brujeril que nunca le había preocupado. 

A Félix le gustaría ver a su abuela. Se lo comunica a su madre y ésta prepara esa visita conviniendo con su hijo que su abuela no podría sufrir ni un disgusto más que verlo en su estado, que ya lo sabe. 

 

IX

Lena está en su sofá leyendo La Peste, de Albert Camus, con la música de Malher de fondo. Preci la incorpora, mulle los almohadones, la acomoda con mucha delicadeza y le sirve su medicación.

– ¿Por qué has elegido ese libro tan triste?, y encima lo acompañas con la música de Malher. 

–Cuando vaya a visitar a mi nieto quiero ir llorada de casa. 

–Él necesita ánimo; las largas horas que se pasa mirando el paisaje desde los ventanales de la residencia ya le deben de provocar la melancolía suficiente.

–Y sé, que cuando se ve así, impedido, piensa que la vida no tiene sentido y que es mejor… –inspira hondo-, lo sé. Pero como dice Camus, si le ayudamos a aceptar que la vida es absurda: trabajar, comer, matar el tiempo y poco más, acabará reconciliándose con el tiempo y recuperará las ganas de vivir. 

–La vida es algo más que trabajar, comer y matar el tiempo; tú rezas cada día, ¿qué le pides a tu dios? 

–Por eso he vuelto a leer a Camus, porque en su obra descubres que vivir es seguir una simple rutina, como el resto de la comunidad, y no afanarse en cumplir un sueño, eso le pido a dios; que no me deje soñar, porque si los sueños se desvanecen y te preguntas qué hago yo aquí, acabas pensando en lo peor. 

– ¿Quieres pedirle a tu nieto que no tenga sueños? 

–Quiero contarle la vida del doctor Rieux, el protagonista de la obra; aprenderá de ella, aunque primero probaré a contársela a mis amigas por si mi relato es muy aburrido. 

–Siendo tú tan devota, cómo lees a Camus que no es creyente.

–Camus no es creyente, pero transmite paz y siempre se agradece venga de donde venga.

Preci se conmueve ante la vitalidad intelectual de su madre y piensa cómo la lectura puede hacer grande a una persona sin que lo sepa. Si lo supiera es posible que se le inflamara el ego y eso no tiene cura.

–Quizás a tu nieto le baste con tenerte a su lado para sentirse mejor.

Lena se siente halagada y esboza  una sonrisa generosa.

Preci continúa con las tareas de la casa para que su madre no tenga que hacer esfuerzos que le puedan hacer recaer en su dolencia cardiaca. Al llegar al que fue su cuarto cuando vivía con su madre le cuesta abrir la puerta. En los pocos días que lleva cuidando de su madre y de la casa había rehusado entrar en aquella habitación, porque no quiere sentir nostalgia. Teme acelerar la depresión que ve llegar de un momento a otro. Hace mucho tiempo que la presiente. Escudriña todo el cuarto y está casi como lo dejó. Lee a ritmo lento los títulos de algunos de los libros que compartió con su madre y le sale una canción atonal: La fugitiva, Madame Bovary, Carta de una desconocida, El extranjero, La piel, La montaña mágica, A sangre fría, La muerte en Venecia, Crimen y castigo, Las uvas de la ira, Nada. Luego se acerca a la vieja mesa escritorio y, al abrir la tapa, le llama la atención una especie de altarcito en el que se puede ver una estampa de San Cristóbal junto a la foto de ella y su hijo Félix y unas velas rojas formando un triángulo perfecto. Aquello le parece más propio de un ritual espiritista que la advocación de un santo. Al cerrar la tapa del escritorio sufre una agitación extraña y recuerda a Santiago Quievo, el camionero que ayudó a su hijo y, sin poder contenerse, piensa en aquella mirada sensual que le dirigió cuando se despedía de él allá en su casa, y reconoce que lo miró con una fuerza genésica que no podía controlar; con la misma fuerza que ahora quiere creer que siente algo por él. El paso por aquella habitación la ha dejado embelesada. No cree en nada, ni en el amor, y tiembla como una adolescente con el recuerdo de Santiago Quievo. Situaciones que en otro tiempo le hubiesen parecido que sucedían por puro azar, ahora le parece que una fuerza que no controla las provoca; y todo después de empezar a investigar el mundo de la brujería y la hechicería,

Preci vuelve al salón, se sienta frente a su madre y le pide que la mire. Lena no entiende nada y su hija le habla como el que interroga a un niño, con firmeza, pero sin agresividad. 

– ¿Tú me estás utilizando como parte de tus rituales espiritistas? No quiero pensar que esa historia que me contabas cuando estabas en el hospital, de tu viaje al más allá y que tu bisabuela te había pedido que le llevaras el camafeo a su tumba, es una burda mentira. ¿Lo que pretendes es que yo te acerque a ese mundo de las brujas y hechiceras con mis investigaciones para contactar con ellas? Sabes que odio todo lo que es brujería  y esoterismo, eso es propio de mentes retorcidas, dime que tú no lo eres.

–Con lo lista que es mi niña cómo puedes tener tantos prejuicios. Ellas tienen su sabiduría aunque tú lo entiendas. Las mentes retorcidas la tienen los periodistas –la indirecta hiere a Preci y su madre lo siente–.  Perdona, hija.

Lena le pide a su hija que la abrace. Lloran muy juntas y, sin separarse, le susurra a Preci al oído: 

–Quiero salvarte a ti y a mi nieto, y mi bisabuela nos ayudará.

Preci recibe una llamada y su rostro pasa de lloroso a consternado. Le pide a su madre que encienda la tele y la primera cadena con la que se inicia muestra los destrozos provocados por una explosión. Hablan de un atentado, pero no especifican quién lo reivindica. Especulan con un atentado islamista o antisistema. El resultado son tres víctimas mortales en un despacho de abogados de reconocido prestigio. Preci observa el rostro desolado de su madre y le pide que apague la tele y siga leyendo. Luego hace una llamada a su diario y se ofrece a trabajar en lo que la necesiten,  teniendo en cuenta las limitaciones del compromiso de acompañar a su hijo Félix y el cuidado de su madre. 

Preci se presenta en la redacción de su diario y se informa de todos los detalles de la tragedia, que ya se ha confirmado que es un atentado terrorista. Quiere sentir el dolor y la repulsa que le provoca aquel acto deleznable, pero no consigue mostrar la más mínima emoción. Piensa si su dolor personal por su familia ha anulado sus sentimientos hacia los demás. Ella reclama a su diario información sobre las familias de las víctimas para conocer su sufrimiento, es el terreno donde se siente más útil como periodista. El periodismo de investigación es el último que entra en lisa en un acto de estas características. Pero su ambición no puede parar ni en su estado de extrema fragilidad y se atreve a especular; si detuvieran a los responsables del atentado, y tuviera la oportunidad de entrevistarlos a ellos o a sus líderes, sería el principio de una nueva idea que tiene sobre el periodismo de investigación: ‘no busco la verdad, sólo busco narrar las ideas y las reflexiones que me provoca la historia de las víctimas, el dolor de las familias y la motivación de los asesinos, para comprender mejor la condición humana’. 

X

Pasados los días de máximo dolor Preci se presenta en la casa de la familia de una de las víctimas. Es una joven de treinta años. Había concertado la cita con la familia con la condición de no publicar la información que obtuviese hasta pasado unos meses. No quieren exponer su tragedia más de lo necesario. Dicen no al morbo. La ciudadanía sólo debe saber cuánto dolor han causado los terroristas y nada más. La víctima se llamaba Lidia José. 

El hermano y los padres de Lidia reciben a Preci en una casa de las afuera. Preci ya había profundizado en el historial de Lidia José. Era una abogada de talento y utilizaba su saber en las redes. Participaba en campañas para concienciar sobre la violencia de género. Estudiaba casos sobre violencia de género y exponía el perfil y la historia de la mujer agredida y del agresor. No opinaba sobre los perfiles, sino que dejaba abierto que el análisis lo debía hacer el usuario de la red. Insistía siempre que no pretendía aconsejar a las mujeres las relaciones que debería evitar extrayendo conclusiones, que nunca son científicas, sobre los perfiles de los agresores. Sólo proponía que las personas que se sintieran identificas con las víctimas o los agresores conocieran las historias, su pasado, sus circunstancias actuales,  y extrajeran sus propias conclusiones. 

Después del protocolo del pésame, el intercambio de sentimientos y del estado de cada uno, la familia se mantuvo en silencio durante largos segundos. Preci se siente una intrusa en aquella familia y se olvida de su papel de periodista. 

–Mi familia me necesita más que nunca y, si estoy aquí, cuando debiera estar con ellos, es porque al conocer el pensamiento y el trabajo de vuestra hija me gustaría que llegara a la gente. Su grandeza es digna de ser conocida. 

–Sabemos que en momentos como estos todo el mundo es grande –dice el padre sin intención de ofender–. Agradecemos sus palabras. 

–Les puedo decir que cuando llegué a la redacción de mi periódico, estando de permiso por el accidente de mi hijo que ha quedado paralítico, para colaborar en el despliegue informativo sobre el atentado, me di cuenta que no podía emocionarme escuchando a mis compañeros y viendo las terribles imágenes del atentado. No sabía qué me pasaba. Pero cuando asumí el encargo de entrevistar a las familias de las víctimas, al estudiar la historia de vuestra hija me volví a sentir humana –Preci se emociona.      

La segunda familia que visita Preci es la de víctima de mayor edad, de sesenta y dos años, que era soltero y vivía con su madre. Al llegar a su casa la recibe una hermana de la víctima, también mayor, que cuida de su madre en este momento. Se presentan y Preci plantea el motivo por el que está allí. Convienen en hablar de Manuel Luís, la víctima, sin hacer preguntas sobre su pasado. La madre y la hija están mirando un álbum de fotos y lo mantienen abierto.

–Mi hijo Manuel Luís no está muerto, no está muerto, está en otro mundo. Yo hablo con él cada día. 

Su expresión transmite una fuerza que a Preci le recuerda a su madre cuando en el hospital le hablaba de su bisabuela. Parecen viejas iluminadas.

La hermana de Manuel Luís hace gestos compasivos dirigiéndose a Preci sin que los pueda ver su madre. 

–Cómo consigue hablar con él –Preci pregunta con un interés real. No sabe si es su estado penoso y sensiblero que le hace ver cosas que no veía antes, o es pura casualidad que en tan poco tiempo haya encontrado dos personas que hablan con los muertos. 

–Yo tengo mi altarcito con todos los santos y vírgenes de mi devoción y les ruego que pueda hablar con Manuel. 

– ¿Lo podía ver usted en ese altarcito?  

–Sí, la última vez me contó llorando la historia de su mejor amigo que se había metido en el tráfico de drogas y acababa de morir asesinado en un país lejano donde todas las personas iban vestidas de mujer. 

Preci mira a la hija de la señora y ésta hace una mueca lastimosa y le enseña unas fotos del álbum que tiene en las manos para desviar la atención. Señala a Manuel Luís, que se ve jugando al fútbol. 

–De joven era buen deportista –dice la madre–. Pero enséñale la foto de su amigo tan guapo. Pobre, seguro que no tiene a nadie que le rece. Rezaré por él.

La hermana busca la foto y aparece Manuel y su amigo, jóvenes, vestidos de militares y el desierto detrás. En otra foto reciente están en la cabina de una avioneta vestidos como ejecutivos. La madre se hace la señal de la cruz varias veces y le ruega a su hija que cierre el álbum. A Preci se le queda grabada la cara del amigo, le parece reconocerlo de algo. Luego le pide si puede hacer copias con su móvil de algunas fotos para el artículo que escribirá sobre Manuel Luís. 

La tercera víctima era un joven de treinta y cinco años. Se llamaba Víctor Francisco y tenía un futuro prometedor por delante. Tenía formación política y militaba en un partido de izquierdas. Estaba casado y era padre de dos hijos de cinco y siete años. 

Cuando su mujer contaba su historia la frase más repetida era que siempre fue coherente con su pensamiento. En su trabajo de abogado ofrecía servicios gratuitos a aquellas personas que lo necesitaran y no tenían medios. En el partido le pedían que no esperara más para aceptar algún cargo. 

–Pero él decía que liderar una organización –comenta su mujer– exige ideas casi irrefutables. Tenía mucho miedo a convencer de algo que mañana ya no será como predicaba.

Aunque no era una pareja rebosante de felicidad, el compromiso familiar los mantenía muy unidos. Él adoraba a sus hijos y ella no deja de llorar cuando ve sus caritas desconsoladas cuando les  habla de su padre. En un momento de rabia pide que a los terroristas se les ajusticie en una plaza pública. Pero sus hijos se pegan tanto a ella al verla alterada que ella vuelve a la ternura y las caricias y dice:

–Volveremos a ser felices porque vosotros sois mi fuerza. Os devolveré el amor que nos han quitado, sólo pensaré en vosotros. 

Ella los colma a besos y les cuenta cómo se enamoró de su marido aunque no lo entiendan. Lo conoció en la universidad y a ambos les gustaba los conciertos multitudinarios. En el 2008 estuvieron en el concierto de Amy Winehouse. 

–Allí nos enamoramos y nos dimos el primer beso. Aún recuerdo el principio de una hermosa canción que coreábamos los dos:

To know, know, know him
is to love, love, love him
just to see that smile
that makes my life worth why

(Para conocerlo, conocerlo, conocerlo/ debes amarlo, amarlo y amarlo/ simplemente ver su sonrisa/ hace que mi vida valga la pena) 

Pienso que el joven Víctor Francisco quedará en el recuerdo de esta mujer  para siempre. No quiere que se hable de él porque la gente puede pensar que lo asesinaron porque hizo algo que no debía. 

–Si lo olvidan siempre será inocente –dice ella, como si quisiera que su recuerdo sólo fuera para su familia.      

          

XI

La abuela Lena está sentada junto a la silla de ruedas de su nieto Félix. Son dos figuras mermadas en el largo pasillo de la residencia para la rehabilitación de lesionados medulares. Preci está de pie, un poco más alejada, mirando el paisaje por uno de los ventanales para dejar que su hijo y Lena puedan hablar sin presión. La abuela tiene el libro La peste de Albert Camus abierto y lee y comenta algunos pasajes ante la mirada atenta de su nieto. La peste narra la historia de una serie de personajes durante el periodo que la ciudad argelina de Orán estuvo confinada y cuya vida se desarrollaba bajo estrictas medidas de seguridad para evitar los contagios. La abuela lee un pensamiento del doctor Rieux, uno de los protagonistas de la historia: 

–“Al cabo de esas semanas agotadoras, después de todos esos crepúsculos en que la ciudad se volcaba en las calles para dar vueltas a la redonda, el doctor Rieux comprendía que ya no tenía que defenderse de la piedad. Uno se cansa de la piedad cuando la piedad es inútil. Y en este ver cómo su corazón se cerraba sobre sí mismo, el doctor encontraba el único alivio de aquellos día abrumadores”. 

El doctor desesperaba porque no se podía hacer nada contra aquella terrible epidemia y se rendía, pero cuando leía este pasaje pensé que nunca me cansaría de ser piadosa y me dio miedo que esto le pudiera pasar a alguien de mí familia.

Preci se gira al escuchar el comentario de su madre, se acerca a su hijo abrumada, se acuclilla, y le coge la mano con fuerza. 

–Sabes lo del atentado, ¿verdad?; pues yo me ofrecí en mi periódico para colaborar por el gran volumen de información que se acumula estos días y, al escuchar la crudeza con la que los compañeros contaban los hechos, me di cuenta que no sentía nada por aquellas víctimas. Pensé que el dolor que estoy viviendo en la familia me estaba volviendo insensible, y que acabaría no sintiendo nada por vosotros –se emociona y su hijo le acaricia la mano con ternura–. Ahora, al escuchar ese pasaje de La peste me he sentido reflejada en esa frase: “Uno se cansa de la piedad cuando la piedad es inútil”. Pero no lo acepto –su mirada muestra cuan desvalida se siente–; necesito que alguien me perdone.

A Lena le recuerda aquella imagen del cuadro El ángelus, de Jean-Francois Millet.

–Me preguntaste por qué leía un libro tan triste antes de venir a visitar a mi nieto, y yo te respondí que quería venir llorada de casa, ahora resulta que la que llora eres tú y haces llorar a Félix.

Preci se levanta y le da la espalda a su hijo, se queda inmóvil y duda si girarse y abrazarlo. 

– ¿Por qué no dejas que tu novia Patricia venga a verte? Me retiro un momento para que habléis tranquilos. Háblale de paz, madre, que de eso sabes.

Preci se retira y, mientras se aleja, su hijo le lanza un mensaje. 

–Mi odio también me alejó de ti y de papá; no te culpes. Lo que yo decida no lo hago para huir de vosotros. 

–De qué habláis, no entiendo nada –la abuela está desconcertada –. ¿Qué es lo que tienes  que decidir?

Se ha producido una amalgama tan grande de sentimientos encontrados entre los tres que han quedado sumidos en el esplín más profundo, parece como si aquel lugar volviera a ser la galería de un sanatorio: con su fila de enfermos sentados frente a los ventanales disfrutando del sol de la mañana. 

Lena vuelve al libro y lee y comenta el caso del juez Othon. 

–El juez Othon perdió a su hijo por la enfermedad y fue internado en un campamento donde tenía que pasar la cuarentena por ser conviviente y, cuando había cumplido el plazo, el doctor Rieux fue a su encuentro para llevarlo a su casa y pasó esto: 

–“El doctor notó que algo había cambiado en él.

– ¿Qué va usted a hacer ahora, señor juez? Le esperan sus legajos –dijo Rieux. 

–No –dijo el juez–, quisiera pedir una licencia. 

–Efectivamente, necesita usted descansar. 

–No, no es eso, quisiera volver al campamento. 

–Pero, ¡si acaba de salir usted de allí! 

–Me he explicado mal. Me han dicho que hay voluntarios en la administración de ese campo. 

El doctor no sale de su asombro. 

–Comprende usted, así tendría una ocupación y me sentiría menos separado de mi hijo.

Rieux le miró. No era posible que en aquellos ojos duros brotase de pronto algo de dulzura.” 

En este momento tuve que parar de leer porque se me saltaban las lágrimas. La solidaridad despertó lo mejor del juez Othon, que era un juez despiadado. El juez encontró la paz en la solidaridad.  

–Abuela, ¿no te cansas de leer pensando en los demás? 

–Mis amigas necesitan que alguien las haga pensar y por eso preparo las lecturas para que puedan entenderlas y disfruten; también nos hartamos de soltar chismes y nos reímos mucho. 

Félix y Lena ríen como dos niños.

La abuela se pone triste de repente. Al hablar de contar historias le viene un recuerdo de la niñez.

–En mi infancia aprendíamos de los mayores. De pequeña los niños de barrio nos sentábamos cada noche en el portal de las abuelas y éstas nos contaban historias. Nuestra vida era tan mísera que esos eran los únicos momentos en que soñábamos con un mundo maravilloso.  

– ¿Y cómo era tu vida? 

–No teníamos ni retrete, hijo. 

– ¿Retrete? 

–Sí, cagadero. Utilizábamos una bacinilla para hacer las necesidades y estas iban a parar a un cubo que se vaciaba cada día en un estercolero. Mi hermano se encargaba de eso. Nos limpiábamos el culo con trozos de hojas de periódico o revistas. 

–Abuela, que me están dando arcadas. 

–Perdona. Comíamos carne una vez a la semana: una sopa con hueso de vaca con un poco de hila, que eran pequeños restos de carne pegada al hueso, que comprábamos en la única carnicería; o caldo de pichón; a veces un conejo frito, o un puchero de gallina vieja que se criaban en casa. No había agua corriente, y teníamos que ir a la fuente con cubos con los que se llenaban la pileta de lavar la ropa y algún bidón, el que lo tenía. 

– ¿Y había momentos felices? 

–Sí, los niños sabíamos encontrar la felicidad en las cosas más simples. Cuando conseguía tener un cómic lo leía cincuenta veces y soñaba con los personajes; hadas y princesas, escuchábamos la radio y también jugábamos sin parar a mil juegos. 

–Esa vida que cuentas unas veces parece desgraciada y otras maravillosa –Félix la mira a los ojos iluminados de su abuela–; ¿la bisabuela bruja de la que tú hablas, no se habrá encarnado en ti? 

–Ya me gustaría ser bruja para hacer que puedas levantarte de esa silla y andar y bailar –A Félix se le opaca la vista ante la frivolidad de su abuela. 

Lena lo siente, se levanta y le acaricia la cara con las dos manos y llora con la frente apoyada en la frente de su nieto. 

–Me cuesta olvidar que ya no eres el niñito que buscaba cariño y se creía todo lo que le contaba. Perdona.

– ¿Tú crees en las brujas, abuela? 

–No, pero soy maniática y creo que la autosugestión te hace ver lo que no es. Cuando encontré el camafeo no descansaba pensando que si se me aparecía mi bisabuela me moriría; por eso tengo que cerrar el círculo devolviéndoselo. 

–Yo he indagado sobre las brujas de Telde, pero sin saber su nombre y la época en la que vivió no sé qué buscar. 

–Tú no tienes que buscar nada; tu madre se encarga. Mientras ella la esté buscando dormiré tranquila porque si mi bisabuela era bruja sabrá que estoy cumpliendo mi misión. 

–Me confundes; ¿crees o no crees en las brujas? 

–No hables alto –Lena sonríe y se persigna.    

– ¿Qué llevaba a la gente a creer en brujas, hechiceras, médium, curanderos, chamanes? 

–En otro tiempo, lo que hoy soluciona la medicina, la psiquiatría, la ayuda social o la religión, se intentaba solucionar por medio de la santería, la hechicería, la brujería, y demás creencias. Hasta los males del alma intentaban curar esta gente. 

– ¿Qué males del alma? 

–El mal de ojo, el maleficio, apariciones de muertos, pecados inconfesables. 

–Antes hablabas que la religión está fuera del mundo esotérico y ahora hablas de pecados; para mí la religión está en ese mundo esotérico. 

–No digas eso Félix; la religión no utiliza brebajes ni rituales que alteren la conciencia, los fieles somos totalmente libres de administrar el temor de dios.   

–Esa época me daría mucho miedo. 

–Te contaré una historia que no te la vas a creer: allá por 1930, una familia perdió a un hijo muy joven por una enfermedad contagiosa, y un médium, asesor espiritual de la familia, preparó un ritual para comunicarse con el joven muerto. El médium dice haber escuchado que el joven, que estaba en el purgatorio, se sentía muy solo y que quería compañía. La familia decide que le acompañe una de sus hermanas. Todo acaba en que la familia tortura hasta la muerte a la hija menor, una niña, para satisfacer a su hijo. Terrible. Todo esto de los espiritistas, médium y chamanes me aterroriza porque su poder está en que aprovechándose del miedo de la gente acaban robándoles  la voluntad. Le lavan el cerebro a sus adeptos. 

–Me has puesto el vello de punta. Pero lo de la bisabuela pudo ser diferente. 

–Sólo me interesa saber si mi bisabuela fue una buena persona. 

–Todas las brujas no podían ser malas. Cuando indagaba en la historia de la brujas de Telde cuentan que existía una magia empática. Debía de ser una magia beneficiosa para el que acudía a ella. En Telde hay un museo de la brujería y la hechicería; llevar el camafeo a ese museo podría hacer que la bisabuela quedara satisfecha y tú descansarías. He acabado hablando como si fuera posible que la bisabuela pudiera escuchar nuestra conversación.

Lena y Félix ríen.

Al fondo de la larga galería aparece una joven enfermera que avanza con un ritmo ceremonioso hacia la silla de Félix como una vestal que se acerca al altar donde debe mantener la llama de la vida.