Capítulo 2

Por la ventana de la habitación de Adela entra la luz mortecina de la luna. Adela está en la cama dando vueltas. No puede dormir. Se incorpora y se apoya en el cabecero. A su lado duerme su marido. Ronca. Ella cubre la lámpara de la mesita de noche con un pañuelo estampado. Enciende la luz y su marido rezonga, pero ella le pasa la mano por la frente y se calma. Coge la grabadora y se pone los cascos. Escucha ansiosa la voz cansada del viejo Wilson:

“—Sabes que no vas a ver la luz del día y ya verás lo duro que es contar los segundos que te quedan de vida. Me gustaba repetir esta frase a todos los que caían en mis manos, me daba gusto verles la cara cuando yo les recordaba que se acercaba el día, pero cuando pasaba un rato sin hacer nada perdía el control y los machacaba tanto que ya no querían que llegara el día siguiente. Se morían por morir.”

Adela ya no puede más y, llena de rabia, da un salto de la cama y suelta una especie de aullido sordo para no gritar. Su marido se despierta sobresaltado.

–¿Qué te pasa?—la coge por los hombros y la gira hacia él—No puedes seguir así, hace quince días que no eres tú.

–No pasa nada, ya te contaré–ella se quita los cascos y mira horrorizada la grabadora–.

El hijo del matrimonio, de unos diez años, entra en la habitación muy asustado. Ella se levanta y lo abraza hasta tranquilizarlo.

–He tenido una pesadilla y he despertado a tu padre—lo dice con un tono de normalidad–. Te acompaño a tu habitación.

–Pero no traigas los cascos—le dice su hijo como un ruego–, no quiero que escuches música cuando estás conmigo.

Adela deja a su hijo en la habitación. Lo arropa y luego lo mira a la cara fijamente. El niño le devuelve la mirada como si jugaran a quién aguanta más. Ella se rinde y el niño se ríe. Ella se queda muy seria, casi dolida.

Adela está en la cocina fumándose un cigarrillo. De pie y apoyada en el poyo. Tiene la grabadora a su lado. La mira, y cuanto más la mira más se descontrola. Abre el cajón de la cubertería y coge el cuchillo más grande. Lo levanta con determinación para descargarlo sobre la grabadora, pero luego acaba dirigiéndolo hacia ella y se para cuando la punta está a un centímetro de su vientre.

Adela, como cada día, sigue un ritual antes de entrar en la residencia. Se atusa el cabello, se compone el vestido, saca un espejito, se mira y se retoca el maquillaje, o mejor, recompone el recauchutado de la cara. Se pone tantos potingues que parece que tuviera veinte años más. Sólo tiene treinta y cinco. Hoy sólo llama al timbre una vez, y espera, pero nadie abre. Adela piensa y vemos que el maquillaje no puede ocultar su cara cansada y su mirada perversa. Se rehace y toca al timbre cuatro veces con decisión. Vemos la fachada beige. Todo va a ser beige como cada día.

Adela entra en el cuarto donde se cambian y no saluda a sus compañeras.

–Buenos días—dice la gorda con retintín y exagerando su voz característica–. ¿Qué le tienes preparado para hoy?

Adela se enfurece y está a punto de girarse, pero se contiene.

–¿Quién de vosotras es la que no sabe decir chantajear—lo suelta, pero intenta tragárselo­–?

Todas se quedan pasmadas.

Wilson está en su silla de ruedas, pero de espaldas a la ventana. Hay un espejo justo frente a él. Se mira en el espejo y está sereno. La habitación está arreglada. Adela entra con el carrito de la comida. El viejo Wilson se mea encima y llora como un niño. Tan alto que una monjita entra a ver qué ocurre.

–¿Qué pasa, señor Wilson—dice la monjita como si tratara con un niño–? Hoy se lo va a comer todo y se sentirá mejor.

–Al que se mee encima le vamos a cortar la picha—replica el viejito muy asustado–. No deje que me la corten monjita buena.

La monja mira a Adela como si la culpara de lo que está pasando.

–No me mire así. El viejo delira, ¿lo ve?

La monja se retira no muy convencida.

Según su marido, Adela había cambiado de carácter en pocos días.

Ella coge la grabadora de detrás de la mesita de noche y se pone los cascos. Cierra los ojos mientras escucha y su expresión se va transformando poco a poco hasta que le rebosa la ira por cada poro de su cuerpo. Coge la silla de ruedas de Wilson y la gira con toda su fuerza hacia la ventana. La acerca a la ventana y le señala lo alto del lugar con el gesto de que algo va a volar como un pajarillo y va a caer. Wilson está aterrado, pero se ha quedado mudo y sin una gota de sangre. Ella hace el ademán de empujarlo por la ventana. Cuando ya lo tiene al borde del pretil acerca su cara a la de él y disfruta viendo la expresión de terror del anciano. El viejito va a gritar y ella lo calla de un bofetón.

–Ahí vas a ir a parar y quedarás reventado como una sandía—hace el gesto de estrujar la cabeza de Wilson–, y yo recogeré tus sesos con gusto, pero con una pala y con mascarilla para que no me contagies la maldad que llevas dentro.

balcon

Adela se da cuenta que se ha pasado. Gira el carrito y vuelve a Wilson a su sitio de partida. Ella se ve en el espejo del fondo. Se ve descompuesta y con ojos de sangre. Toma aire y resopla. Parece que recapacita. Después se gira, va hacia la ventana, se pone de puntillas y se asoma peligrosamente. Parece que está a punto de perder el equilibrio.

Al hijo de Adela le asustó la mirada que le lanzó su madre cuando lo arropaba en la cama, pero la venció.

Wilson está solo. Se levanta de la silla y se planta delante del espejo. Se mira y ensaya diferentes poses. Todas serias y autoritarias.

–Para que vosotros, hijos de putas, seáis libres, los soldados como yo tenemos que caer en la mierda. Luego nos juzgáis si quedamos vivos o nos condecoráis si nos convertimos en fiambre. Y vuestras conciencias quedan intactas, tranquilas, pero nosotros nos pudrimos de dolor y acabamos locos por toda la mierda que hemos tragado. Si para cuidar vuestra libertad tienen que quedar despojos humanos como yo, cargado de odio y más peligroso de lo que pensáis…—Wilson duda, hace memoria y cambia el tono de voz a más natural–. No, peligrosos son los enemigos a los que les hemos arruinado la vida. Eso. Joder, la cabeza se me va. El viejito pierde la pose de héroe que había adoptado delante del espejo y ya no puede recomponerla.

La puerta de la habitación se abre y entra la asistenta gorda, la que miraba a Adela con desprecio, la de la voz característica. Wilson se hace el frágil, se encoge y vuelve a la silla de ruedas arrastrándose. La gorda no repara en él. La gorda no deja de cavilar y busca por toda la habitación algo que no encuentra. Cuando se va a ir mira a Wilson, reacciona, y va hacia él con decisión y lo zarandea buscando por toda la silla y por su cuerpo. Él está muy asustado, pero, cuando ella se agacha para escudriñar los bajos de la silla de ruedas, acerca su mano a su cabello hasta casi acariciarla con ternura.

 

Continuará

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