Sea por su grandeza o por el momento en que las viví, hay películas que me dejaron marcas. Unas me dejaron miedos, otras heridas, otras me hicieron levantar de la butaca haciéndome promesas firmes sobre mi vida y otras me despertaron de la inocencia.
Cuando voy al cine caigo en un estado de sumisión y entrega tal, que hasta me emociono con los trailers. En ese estado de sumisión y entrega es cuando descubro mi ánimo del momento y, visionar la película, se convierte en una experiencia vital.

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He elegido sólo cuatro películas con las que recuerdo haber gozado o sufrido más nítidamente esa experiencia vital (narraré las experiencias de más actuales a más antiguas):

La primera película es Una historia verdadera (1999), de David Lynch. En ella nos narra la odisea de un anciano (Richard Fansworth) que vive con su hija (Sissy Epacek) discapacitada y decide visitar a su hermano enfermo, con el que está enemistado. Es un viaje de 500 kilómetros, de Iowa a Wisconsin, y lo hace conduciendo una vieja máquina cortacésped. El anciano está tan enfermo y débil que sabe que no va a volver, esa sensación de saber que el resto de su vida es una distancia, un recorrido lento para prepararse para la muerte, me impregnó y estuve en un miedo toda la película. Esa búsqueda de la reconciliación y la paz antes de morir era algo aterrador para mí en ese momento (año 2000 debía de ser). Pero al final de la película descubrí que las cosas que se acaban tienen una cadencia, un tempo lento que las hace soportables. La banda sonora de Angelo Badalamenti es sentimiento puro y marca esa cadencia con el pulso trémulo de un moribundo.

 

La segunda película que me marcó y me dejó heridas, fue Tierra de penumbras (1993), de Richard Attenborough. Esta es la historia de un profesor (Anthony Hopkins) de Oxford, en los años cincuenta, que vive encerrado en su mundo de la enseñanza y la literatura (es la historia de C.S. Lewis, autor de Crónicas de Narnia). Es soltero, de más de cincuenta años, y vive con su hermano. Un día, una poetiza americana, Joy Davidman (Debra Winger), que lo admira como autor, va a visitarlo. Esta visita acaba en una historia de amor. Lo que más me impresionó de la película es que el paisaje preferido del profesor era una reproducción de un lugar que no había visto nunca y que estaba cerca de la universidad. Su experiencia de la vida salía de los libros. No sabía lo que era una caricia, o un beso, o pensar en los demás. El tiempo de este hombre solitario se medía por las páginas que leía y las lecciones que daba; la vida puede esperar parecía decirse. Esa sensación de que la vida empezará mañana me impactó, me hirió, porque parecía tan fácil olvidarse de vivir y caer en la soledad que, durante la película, sólo recordaba todas las cosas que me había perdido, cuántas caricias, cuántos amigos, cuántos amores… lo dejo.

La película Dersu Uzala (1975), de Akira Kurosawa, es la historia de un hombrecillo mongol, Dersu Uzala, a principios del siglo veinte, que vivía en la taiga siberiana. Era un cazador nómada y conocía todos los secretos de la naturaleza. El capitán Arseniev, con un destacamento, inspeccionan los bosques de la taiga para montar un asentamiento militar y, un día, se produce una gran tormenta de nieve. El capitán se pierde y Dersu, con sus conocimientos sobre la naturaleza, lo salva de una muerte segura. Pasado el tiempo, el viejo cazador pierde facultades, y el capitán se lo lleva a vivir a la civilización donde todo le viene dado. Dersu, que necesita buscarse la vida por sus propios medios, se vuelve a la taiga y muere. Es la ley de la naturaleza, si no puedes cazar y ya no puedes orientarte te toca morir. Esta historia sencilla; que habla de tolerancia, cuando vemos la evolución del capitán Arseniev, y de respeto a sí mismo y a la naturaleza, que es la vida de Dersu Uzala, me llegó como una tormenta de promesas firmes sobre mi vida. La grandeza, casi mística, de Dersu, me hizo rebuscar en lo más profundo de mí por si me quedaba algo puro, primario, y ver cuánto de respeto a mí mismo me quedaba. Estaba en los treinta y pocos, esa pregunta ya no me la hago.

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Cuando tenía diecisiete o dieciocho años yo ayudaba al operador del cine de mi pueblo a unir los rollos de película (que venían en latas dentro de sacas de lona con el fondo de madera), que luego pasaban a las bobinas que iban a la máquina de proyección. Recuerdo que el rayo de luz de la proyección lo creaba la cercanía de dos “carbones”, que llamábamos (eran dos electrodos). Era mágico estar al lado de la enorme máquina de proyección y sentir el traqueteo de la cinta de la película al pasar por los rodillos y el silbido que provocaba el arco voltaico que se formaba entre los electrodos. Cuando visionábamos las películas, mi compañero y yo, siempre estábamos atentos a las escenas de sexo, que eran censuradas, pero casi siempre se escapaba algún fotograma prohibido. Si sospechábamos que en algún momento de la película podría haber algún tesoro, después de la proyección cogíamos la bobina y repasábamos fotograma a fotograma la zona elegida por si aparecía algún fotograma de tetas y culos. Ese fotograma podía alcanzar mucho valor en el tráfico de fotogramas eróticos entre los amigos. La moneda de cambio era los cigarrillos mentolados. Esta experiencia tuvo su climax con la película Romeo y Julieta (1968), de Franco Zeffirelli. Además de la aventura de buscar el fotograma deseado (en el minuto 94 estaba el único fotograma que se dejó la cencura), me enamoré de Olivia Hussey, y esa emoción fue mi despertar de la inocencia. Ese momento lo recordé años después en mi poemario “1957”, donde recojo la primera vez que sentí qué era la vida, la muerte, el miedo, la soledad, el amor, el sexo… y aquí está el poema: (los poemas están numerados por emociones, el XXVIII es el sexo)

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XVIII
1969.
En la cabina del operador, del viejo cine del pueblo,
mirábamos los fotogramas de las escenas eróticas.
Parecía que representábamos una tragedia:
nuestros movimientos eran serenos
y ceremoniosos,
pero todo volaba dentro de nosotros.
¡Oh! Me quedé ilapso y pálido,
no me salía la voz,
había encontrado un fotograma,
el único,
de la bella Julieta.
Como una vestal,
con sus senos sensuales abriendo caminos
y ganando batallas…
Era la catástasis,
era morir de belleza .
La censura se había olvidado aquel fotograma
o lo puso el diablo para jodernos.
Se armó la batahola.
Tenía un tesoro,
y lo alquilaba por unos cigarrillos mentolados.
El erotismo,
el celuloide, el humo,
la cadencia,
el deseo de empezar de nuevo,
ahora no,
la caída del amor,
el deseo que se esfuma,
el fotograma,
Julieta,
el amor, el amor,
el goteo del amor…
El amor es un descuido del censor
y huele a cigarrillos mentolados…
No hay tiempo que merezca mi tiempo
si hay alguien que no ha sido amado.
La quietud, la pasión de los cristales
y los reflejos que me llegan de tu ventana,
son síntomas de que nos estamos amando sin saberlo
y de que tendremos hijos hermosos
porque tenemos el don de la calipedia.
No somos cigarrillos, ni celuloide rancio;
somos reflejos, somos…
No te asustes.
Es la gente que nos hiere con su ínvida mirada.
Estamos muertos, ¿verdad?

El cine me sigue gustando con locura. Siempre encuentro películas para cada emoción y siempre hay películas que me despiertan nuevas emociones. (viva el cine sin trampas).

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