Hace tres años que no preparo ni dirijo ninguna obra de teatro y lo echo de menos. Después de más de cuarenta años ininterrumpidos trabajando con actores (desde mi primera obra, una versión de Hojas de hierba, de Walt Whitman, en el setenta y tres, hasta la adaptación de Lisístrata, de Aristófanes,  en el 2015) no puedo olvidar lo que engrandece trabajar con artistas aunque siempre haya sido un trabajo amateur.

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Después de dejar el teatro mi única ocupación es escribir novelas en solitario y esta nueva manera de trabajar me ha distanciado del teatro y ha cambiado mi visión del espectáculo en vivo. He querido enumerar algunas de las consecuencias de este cambio de visión:

-La primera consecuencia:

Siempre había creído que el teatro era el mejor medio  para transmitir un mensaje y, en cada obra propia, o versión de otros autores, mi empeño era aportar motivos para la reflexión y conocimiento de la condición humana.  Ahora veo que estaba practicando un arte de resistencia (lo importante es que el teatro no muera) y no un arte de vanguardia, un ariete contra la injusticia, el sexismo, el poder, como yo creía. Practicaba algo que casi nadie demanda ni necesita. Creo que el teatro impacta menos que un tuit o un meme acertado y de calidad. Preparar una obra durante meses esperando aportar, al menos, un motivo para la reflexión, y quedarse en:

-¿Te ha gustado la obra?

-Sí, pero lo mejor es lo auténtico de los zapatos de época del protagonista.

-Pero si el protagonista iba descalzo.

-¡Ah!

Da pánico sentir que el teatro pueda llegar a ser un museo viviente. Los espectadores pasarían a ser observadores que curiosean.

Hace unos días leí una entrevista al maestro del teatro Sanchis Sinisterra y en una de las respuestas hablaba de  su lucha incansable por la supervivencia del teatro (es curioso que la mayoría de sus obras hablan del teatro):

Es imprescindible para la supervivencia de lo que llamamos teatro llegar al no público. Tendríamos que transmitir que el teatro no muerde. A ese público hay que ir a buscarlo. El darle al público lo que le gusta no es una buena política, es conseguir que al público le guste lo que no le gustaba o lo que no creía que le iba a gustar. Porque no existe un gusto preestablecido (aunque los medios de comunicación se encarguen de “lobotomizar” la conciencia).

Esta respuesta hubiera pasado desapercibida hace unos años y ahora me ha escandalizado. Sanchis Sinisterra hace teatro para salvar el teatro.

-Otra consecuencia:

Toda la vida había pensado que representaba lo que yo libremente quería, en cambio, ahora veo, que al analizar todos mis trabajos recuerdo que casi todos me dejaron un punto de insatisfacción en cuanto a lo que pretendía transmitir. He podido comprobar que la autocensura siempre estuvo ahí. Duele. Cuando escribo una novela (ya he escrito setenta páginas de la segunda novela) siento que me expreso con más libertad que nunca, sin proponérmelo. Disfruto.  He intentado analizar esta nueva sensación y sólo puedo pensar que la soledad ante la página en blanco ha sido un pretexto inconsciente que me ha liberado de alguna presión que no comprendo. Nunca he sido consciente de que nada ni nadie me presionaba.

-También:

También mi mirada se ha hecho antigua. La última obra de teatro que he visto ha sido Luces de bohemia, de Valle Inclán, y me imaginaba la época (la escribe en 1920 y se estrena en 1970) y sentía al público de 1970 como buscadores de verdad y recordé que yo había sido uno de esos espectadores ávidos de saber. Veía todo lo que fuera teatro. En vivo y en el famoso estudio1. Se podía ver  teatro en el medio porque la televisión no había alcanzado la personalidad propia y arrolladora de la actualidad y apostaba por la cultura. Para la televisión actual, parafraseando el título de una novela de Vargas Llosa,  la cultura está en la otra esquina. Y así y todo, Sanchis Sinisterra dice que hay público para el teatro aunque los medios de comunicación se encarguen de “lobotomizar” la conciencia.

En aquella época algo cambiaba en el espectador después de ver una gran obra. Recuerdo que los espectadores comentábamos pasajes de las obras como si fueran revelaciones. El poder que tuvo el teatro ahora ha pasado  a las series (el cine nunca ha competido con el teatro) y a la explosión de la lectura. Las cosas cambian.   

En fin, descubrir que estaba haciendo arte de resistencia, que el teatro es un museo viviente y que la autocensura atraviesa toda mi obra es un balance decepcionante de mi trabajo.

Tengo cuatro obras sin estrenar y mi temor es que esta lejanía del teatro me provoque lo que me pasó con la poesía (ya lo contaba en mi artículo Las metáforas se me volvieran bellas mentiras): He escrito tres poemarios, uno que no quiero ver, otro que me cansé de mirar y el último, “1957”, que se convirtió, sin quererlo, en mi testamento poético porque no he vuelto a escribir un sólo verso desde hace veinte años. 

Pero yo sé que el teatro sufrirá un cambio revolucionario y me volverá a ilusionar.