“Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral.” Así comienza Peter Brook (Londres, 1925) su obra sobre teoría del arte dramático, El espacio vacío.

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Inspirándome en este texto de Peter Brook se me ocurrió analizar la diferencia entre la mirada del espectador de teatro y el espectador de cine.

Cómo nos comportamos cuando estamos en el patio de butacas viendo un espectáculo teatral. Cuando comienza la obra los espectadores nos aislamos y empezamos a leer e interpretar el espacio escénico, los decorados, el atrezzo y los personajes. Cada espectador va a ver la obra según la lectura que haga de los elementos. Es la sensación de que el teatro está vacío y que formamos parte del espectáculo y no del público. Desde esta sensación del teatro vacío podemos ver hasta la historia personal de los/as artistas que representan la obra, su estado de ánimo, sus sensaciones personales, si está inspirado o no. La persona y el personaje van y vienen cuando vemos una representación. Solos en la oscuridad disfrutamos, sufrimos y reconstruimos los hechos que cuenta el acto teatral.

En el cine no existe la sensación de sala vacía, porque las terceras personas (directores, músicos, fotógrafos, montadores, etc.) guían nuestra mirada con la cámara y manipulan artísticamente nuestras emociones con el montaje, el color, la música y el silencio. Si se pudiera enumerar las emociones que generan una buena película y una buena obra de teatro, el cine triplicaría al teatro, pero hay una emoción que hace grande al teatro, la mirada libre. El espectador de teatro ve y siente las reacciones de los actores activos y de los pasivos y va montando su propia obra mientras ve el espectáculo. La sensación de teatro vacío es una herramienta creativa, porque la mirada libre del espectáculo también genera una mirada interior que hace que puedas crear tus propias emociones. El placer de crear tus propias emociones sólo se vive en el teatro. En el cine todo está medido para provocar las emociones previstas. En todas las fases de la producción cinematográfica, desde el guion al montaje, se va ensayando lo que puede funcionar; el placer del cine está en dejarte llevar y llorar, reír o asustarte sin tu esfuerzo. Los dos placeres, el crear tus propias emociones del teatro y el dejarte llevar del cine, conviven sanamente y ninguno va a engullir al otro. Cada uno es deseado por sus placeres propios.

Recordando las obras de teatro que he visto, le he adjudicado un adjetivo a cada una, un adjetivo que resume las sensaciones que me provocó en cada momento. He sentido el teatro perseguido, acrobático, subversivo, airado, místico, conectado, necesario, clásico, libre, hermético, oficial, revolucionario, tramposo, pausado, antiguo, infumable, esnob, rebuscado, provocador, deseado, compinchado, absurdo, inútil, asistido, sumiso, animado, reaccionario, alentado, apoteósico, subvencionado, valiente… Estos y muchos más adjetivos se los he adjudicado a cada obra que he visto: Si recuerdo Esperando a Godot, de Samuel Beckett, siento el teatro acrobático; La muerte de un viajante, de Athur Miller, me hizo creer en el teatro subversivo; el teatro místico lo sentí en La tempestad de Shakespeare, con Nuria Espert; Forasters, de Sergi Belbel, me provocó la sensación de teatro conectado; Ojos de agua (versión de La Celestina), con Charo López, es la muestra de un teatro necesario; el teatro clásico lo sentí en Cuentos de la peste ( versión del Decamerón), de Vargas Llosa, con su propia participación; El Mahabharata, de Peter Brook, me ayudó a comprender lo que es el teatro libre; el teatro hermético de Heiner Müller (Medea material) es un lienzo en blanco; El oro del Rhin, de Richard Wagner, con la puesta en escena del teatro Bayreuth, es el teatro apoteósico rebozando belleza; El método Grönholm (Jordi Galcerán), es un teatro tramposo es la conclusión que saqué; El gran teatro del mundo (Calderón de la Barca), en una versión en alemán de Calixto Bieito, es teatro clásico en versión sumisa, sentí que la puesta en escena estaba por encima del texto; El juicio a una zorra, con Carmen Machi, de Miguel del Arco, es un teatro valiente. Así podría adjudicar adjetivos a las muchas obras que he visto. Me he parado en estas pocas obras porque han contribuido a que cada vez me guste más el teatro.

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Para demostrar que el arte del teatro es algo deseado podemos echar un vistazo a las carteleras de diferentes ciudades del mundo y ver el número de espectáculos. En Nueva York, sólo en Broadway, treinta y seis espectáculos. En México DF, más de doscientas obras. Buenos Aires, trescientas sesenta obras. Madrid, doscientos espectáculos. Y así Londres, París, Berlín y cualquier ciudad. Sólo imaginar que todos esos espectáculos han generado y generan un río de historias y emociones en cientos de miles de espectadores, me hace sentir algo que no podría expresar con todos los adjetivos del diccionario.

Cuando alguien habla de que el teatro está en crisis; miedo, porque los gobiernos de turno intentarán rescatarlo y aparecerán obras compinchadas, oficiales, sumisas, ajenas y reaccionarias. Menos mal que las crisis del teatro duran lo que tarda en surgir el próximo autor airado, revolucionario, subversivo, provocador o pausado. Y esos autores están ahí.

Muy bajito (para que los próximos autores airados, revolucionarios, subversivos, provocadores o pausados lo tengan fácil, las infraestructuras de los teatros públicos deberían estar al servicio de las compañías y los autores profesionales para preparar y lanzar sus obras; igual que las infraestructuras de las carreteras, ferrocarriles, puertos y aeropuertos son utilizados por los productores y fabricantes para transportar sus mercancías sin otro límite que la legalidad de los productos y el peaje), para no molestar.

Al teatro le queda mucha vida porque siempre habrá espectadores que quieran sentir el placer del teatro vacío.

Maryem Castillo, en su crítica a la obra Juicio a una zorra, dice:
«Carmen Machi recuerda con su particular Helena de Troya por qué «el teatro sobrevive y no debe ni puede morir».

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